Una mañana de octubre, el día en que cumplía 18 años, Lucía Guerrero se levantó temprano, tomó un taxi y acudió por primera vez en su vida a una sesión de fotos. Como dijo su representante: "Se va a hacer mayor dos veces el mismo día". Hasta ese momento, igual que hasta hoy, era una estudiante de Comunicación Audiovisual de primer año y una actriz desconocida cuyas facciones, de aspecto nórdico, y cierto parecido razonable con Belén Rueda, le habían guiado hasta una ambiciosa serie de televisión llamada Luna. El misterio de Calenda, en la que interpretaría a la hija de Rueda y en la que se vería envuelta en una trama al estilo de Crepúsculo, pero con hombres lobo. Un presunto próximo éxito de la cadena Antena 3, con el sello de los guionistas de El internado. Durante las últimas dos semanas, según contó Guerrero, se habían estado reuniendo los actores de la serie en torno a una mesa -la mesa italiana- con separatas del guión, leyendo en voz alta para que los diálogos fueran tomando forma. En otras palabras, Luna... estaba a punto de comenzar a rodarse y, por tanto, no quedaba demasiado (ahora queda aún menos; se estrena en algún momento de este primer trimestre de 2012) para que su rostro nórdico se volviera, de pronto, reconocible y familiar para miles, quizá millones, de telespectadores. Su vida, al menos la vertiente pública de la misma, se encontraba a punto de dar un vuelco. Nadie sabía casi nada de ella, pero pronto muchas personas querrían saberlo todo. "Prefiero ni pensarlo", dijo la actriz. "Me da pánico".
Hasta entonces, según recordaba, solo la habían reconocido dos veces por la calle. Había hecho "algo de publicidad" y apareció fugazmente en Karabudjan, una miniserie que pasó por Antena 3 sin pena ni gloria, rodada en 2009 con Hugo Silva de protagonista. Luego, Rodríguez se coló en dos episodios de Doctor Mateo (Antena3) y en uno de Águila roja (TVE1). Aunque todo esto no lo contó el día de su graduación fotográfica. Su representante, Amelia Azorín, madre del actor Eloy Azorín, había preferido concertar la entrevista unos días más tarde, cuando ella pudiera estar presente. "Es su primera vez", argumentó, dando a entender que, en sus primeros pasos, un intérprete se juega mucho y convenía avanzar con agarraderas. Así, mientras la actriz explicaba sus sensaciones en un mundo nuevo con palabras como "pataflús", Azorín añadía que no era fácil encontrar "niñas preparadas y maduras" como Lucía, y que a menudo recordaba a sus representados que han de mantener "los pies en la tierra" para sobrellevar aquello que se les viene encima como una tormenta: "Es fundamental que estén armados como individuos".
Guerrero era la más joven e inexperta de las que posaron para esta sesión de moda vaquera. Un folio en blanco sobre el que se irían proyectando en el futuro los éxitos, las dudas y los anhelos de las otras cuatro actrices con las que fue retratada. Todas, chicas de la tele; con alguna que otra incursión en el cine. A Lucía le esperaba, si tomamos la palabra de sus colegas, una carrera "dura", "complicada", "arriesgada". Y competitiva: antes de comprometerse a la sesión, las representantes de todas ellas se aseguraron de conocer bien la lista de retratadas; una de ellas, incluso, pidió expresamente que, por favor, su representada no coincidiera en maquillaje con otra de las actrices. Por si acaso.
En el otro extremo a Lucía, por edad, se encontraba Esmeralda Moya, quien en estos momentos se hallaba en transición hacia papeles de mujer joven (pero no tan joven) e intentaba esquivar ese síndrome de Michael J. Fox con dedicación y cursillos. Se había visto atrapada en un papel de estudiante de instituto en Los protegidos (Antena 3), y decidió abandonar la serie en 2011. "Tenía que cambiar de registro. Con 26 años seguía anclada haciendo papeles de niña". Comenzó a redefinirse con cursos de interpretación, e incluso de voz, para lograr un timbre más adulto. Así, cuenta, le salió hace poco el papel de baronesa Thyssen para una miniserie de Telecinco en la que, según dejó intuir, se sintió por fin algo más cómoda y cerca de su sitio.
"Los principios son muy difíciles", contó Andrea Duro en un impasse de la sesión. A ella, por ejemplo, solían confundirla (a veces llegó al grado de molestia) tomándola en la calle por Yoli, la adolescente de aires poligoneros de Física o Química (Antena 3), a la que interpretó a lo largo de 4 años y 77 episodios. Ahora le tocaba superar otra valla: el miedo al vacío, a un buzón sin guiones. Porque la serie en la que se hizo mayor de edad acabó en 2011. De vez en cuando se sigue llamando con un compañero, Javier Cabo, y se dicen: "Pronto tendremos algo". Duro añadió sobre el parón: "Lo intentas llevar lo mejor que puedes. Como he estado cuatro años sin parar, el descanso me viene bien para sacarme el carné de conducir, estudiar inglés, interpretación...".
Incluso, la actriz Blanca Suárez, quizá la de mayor reconocimiento de entre las cinco, confesó ese miedo a la nada, a pesar de que tenía previstos dos estrenos de cine (The Pelayos y Miel de naranjas) y seguía rodando El barco (Antena 3). Así veía Suárez su profesión, en la cuerda floja: "Tienes un contrato temporal, y eso supone que si termino la serie en marzo, me quedo en paro y no sé cuándo voy a volver a trabajar, o si ni siquiera voy a volver a trabajar". A los dos días de pronunciar estas frases recibió el Ondas a la mejor actriz de ficción. Unos meses antes se había paseado por Cannes junto a Pedro Almodóvar, Antonio Banderas y Elena Anaya, el director y sus compañeros de reparto en La piel que habito, la película que probablemente le haya cambiado la vida para siempre. Por este papel de hija neurótica de Banderas ha sido nominada al Goya como mejor actriz revelación. "Pero esta profesión no depende de uno mismo", añadió Suárez. "Al final, siempre es otro el que decide por ti. Lo único que puedes hacer es esforzarte al máximo".
María Alburquerque, la profesora de teatro con la que empezó a los nueve años en la escuela Tritón -donde aún la llaman "Blanquita" y tienen colgadas fotos de ella desde que era una niña-, recuerda la primera vez que le impactó su carácter: "Habíamos preparado una obra de Molière. El día de la representación se puso mala, con fiebre. Se tomó no sé cuántas cosas y vino a hacer su función, completamente grogui". En esa época, la interpretación era aún un juego. De hecho, Blanca siguió estudiando sin tener muy claro cómo acceder a ese otro mundo desconocido. Alburquerque le decía: "Primero te cogerán en un casting, porque eres muy guapa y esta profesión es así". Luego le tocaría demostrar sus cualidades. Ocurrió más o menos así: llegó el director de casting Pepe Armengoll a la escuela Tritón, grabó a varios adolescentes y, al cabo de un tiempo, Suárez se estrenaba en el cine con la película Eskalofrío. Tenía 18 años. Ahora, con 23, ha empezado apenas a esbozar su repertorio, según su antigua profesora: "No tiene límites. Posee un registro cómico que aún no se le ha visto. Y en el dramático puede ir aún mucho más allá. Solo necesita tiempo, es muy joven".
Entre medias, Suárez pasó por El internado, una de las canteras de actores más prolíficas. De allí surgió también Ana de Armas, una exótica cubana de 23 años que ha ido limando su acento con el paso de los años en Madrid. Pisó esta ciudad por primera vez en 2006, cuando acudió al estreno de Una rosa de Francia, de Manuel Gutiérrez Aragón, rodada en Cuba y en la que De Armas, que entonces estudiaba en un grupo de teatro, se coló gracias a un casting en La Habana. Se quedó con la copla madrileña. Siguió en la escuela de interpretación. Rodó tres películas antes de los 18. Y en cuanto se hizo mayor de edad voló de nuevo a Madrid y se instaló en el sofá de unos amigos. Al mes, el director de casting Luis San Narciso le abrió las puertas de El internado, donde pasó tres años. "Al terminar, tomé la decisión de irme. Necesitaba hacer algo para mí, no otra serie. Desconectar de todo". Estudió inglés en Nueva York y volvió para rodar Hispania (Antena 3) hasta que volvió a decir basta. "Soy impaciente", dijo De Armas con un ligero seseo. "Tengo apetito de cosas nuevas". Ahora estaba interesada en proyectos "más personales y comprometidos", al estilo de la película que acababa de rodar, El callejón. Y concluyó con una reflexión sobre sus inicios: "Cuando llegué estaba deslumbrada. Quería comerme el mundo. Con el tiempo te das cuenta de que todo puede ser pasajero, efímero, muy triste". No era su caso, dijo.
En ese momento destellaron los focos. Lucía Guerrero, que cumplía 18 años, se estrenaba ante la cámara de Sergi Pons.
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